domingo, 1 de noviembre de 2015

Día de muertos.

Cuando era muy niño, de vez en vez veía que mi madre ponía muchas veladoras en la casa… agua en un vaso y un plato con sal… Decía que era para las ánimas que venían a casa en esos días... no podía imaginar a que se refería, ¿qué eran las animas?... no lo sabía… pasaron los años y recuerdo que en una visita al Museo Anahuacalli, una visita a la que me habían enviado en la escuela, vi lo que eran las ofrendas y me impresionó… . Con una cara de susto y los ojos desorbitados miraba a mi papá incrédulo de lo que estaba viendo…  los huesos de los cuerpos fuera de las tumbas en situaciones por demás inverosímiles y llenos de un aroma a flores, copal y cera… Don Rafa, mi padre me abrazó y me dijo que eso hacía el resto de la gente en esos días… que era algo que venía de antes de Colón… -qué extraño- dije yo…  -No hijo, los extraños somos nosotros- me dijo él…  A partir de ese año, cada año intentaba recrear las ofrendas que vi en el museo… años tras año era una lucha entre mi madre y lo que a mí se me ocurría… ¡yo quería flores, retratos, mucha comida y pan…! ¡Ah como me acuerdo del aroma del pan y el copal! No fue sino hasta que tuve mi casa que la primera vez que puse una ofrenda de muertos  que me di el gusto de decorarlo como a mí se me ocurría… y a lo primero que me enfrente fue a que visualmente eran muy linda… pero no tenía ningún muerto a quién ofrecérsela, eso me hizo sentir muy mal, porque de repente había deseado tener al menos uno a quién ponerle un altar… Cuando en mis primeros años de facultad, comenzaron a morir gente que yo conocía… de repente y sin darme cuenta, mi altar se había llenado de fotos y papelitos con el nombre de mis “amigos de carrera” eran los años más críticos del SIDA y eso no nada más llenó mi mesa en casa, me ocupó de poner ofrendas en festivales de concientización en la “Plaza de Río de Janeiro” una plaza muy cerca de donde entonces vivía, ajeno a todo y a todos… Poco a poco fui haciendo lo que mi madre hacía, deje de poner flores y comida porqué cada vez eran más las veladoras que ocupaban el espacio y siempre me aterraba que mis perros en el afán de comer lo que veía… tiraran algo y pasara una desgracia… Entendí a mi madre… esa fue la razón, por la que ella no ponía nada de lo que yo veía en la casa de mis vecinos y en el Museo... siempre estuve rodeado de católicos…  y siempre anhele mucho de lo que ellos hacía… Una vez en uno de esos emocionados días hice una “Catrina” de 180 de alto… la hice toda de cartón y la vestí de rosa mexicano con pedazos de papel crepe como escamas… un gran sombrero y unas inmensas alas de murciélago… Esa catrina ha sido el centro y el alma de muchos festejos, en casa y en galerías y museos… y en algunos locales de negocios familiares y de algunos amigos.

Con los años se transformó lo que yo hacía tan solemnemente… la gente enloquecida te gritaba -¡¡¡Feliz día de muertos!!!- como si fuera algo que tuviera que celebrarse y vivirse con alegría… jamás entendí lo de ir a fiestas disfrazado, jamás se me ocurrió tal cosa… y no por una falsa sensación nacionalista sino que simplemente… no era algo que estuviera en mi contexto… en mi casa no se acostumbraba, no se entendía y se consideraba hasta de mala educación hacer una fiesta en medio del dolor de algunas personas… Una vez, recuerdo la primera vez que supe aquello de “Pedir calaverita”. Mi hermana mayor se casó un 1 de noviembre, había tanta gente en la fiesta y era tanta la preocupación por atenderla que “los niños” de la  casa se les olvidaron a los mayores… mi hermano y yo nos salimos a la calle… y así vestidos con un traje de fiesta y corbatín… le pedimos a los vecinos que nos hicieran una calavera como la de ellos… eran de cajas de cartón para los zapatos, de una simpleza que maravillaba, tan sólo triángulos en los ojos y nariz u una línea con dientes en la boca… una vela dentro y una ranura arriba para que cayera el dinero que se pedía.. –“me da mi calaverita”- decíamos… A alguien de la fiesta le causo mucha gracia vernos a mi hermano y a mí, muy trajeados pidiendo dinero que le pareció sencillo decirle a mis papás… Cuando Don Rafa y Doña Carmen se enteraron, no te cuento Gil, como nos fue, estaba mi madre muy ofendida porque sus hijos pedían dinero y mi padre que siempre fue mucho más adaptable tan sólo  se reía y le decía -negrita, los niños no saben, no te enojes-,-Anda, dile a tu mamá que lo no vuelves a hacer y vete a lavar- nos dijo a mi hermano y a mí. Ahí termino mi carrera de pedigüeño… y jamás disfrute de algo similar.


Ahora, ha quedado muy lejos aquellos años de querer tener un muerto y bailar con él en esas fechas… Por años puse las fotos de mis amigos muertos, de alguno de mis perros… hasta que todo cambió para nunca más ser igual un 24 de diciembre murió mi padre y con esa muerte… comenzó el desfile de la gente que verdaderamente me significaba, al año, murió mi madre… años después Quetoli mi perrito negro, Libertad, Mi hermano Alejandro, mi hermana Blanca, mi amigo Javier Salazar, Ernesto, Yoshi y muchos más…  Mi altar dejo de tener sólo fotos de amigos muertos,  ahora estaban las fotos de mis padres y mis hermanos. La ofrenda de muertos tomó un significado diferente, dejé de ver lo festivo que dicen que es  para los demás… y se convirtió, creo en una celebración de la vida y al menos para mí, en una nostalgia egoísta por los que  ya no están y sobre todo porque me recuerda mi propia mortalidad y a veces, sólo a veces,… me asusta pensarlo.

lunes, 3 de agosto de 2015

“El Pipis”

Cuando comencé a transcribir todo esto, tenía 38 años, y ya no viven mis padres, su ausencia que es muy grande, me ha llenado de recuerdos que parecían muertos o que parece que han sido vividos por otra persona que no soy yo. Y de verdad según reza la frase No soy la misma persona, pero en retrospectiva me doy cuenta que sigo siendo el mismo niño que soñó con tener un Museo, un periódico, un espectáculo circense, ser médico, científico e investigador, trotamundos en la selva africana además de tener un albergue para todos los animales que no tuvieran que comer ni donde dormir. Y terminé como un dibujante y pintor… como un simple artista.


Por supuesto, soñé con ser amado y ser feliz. Muchos de mis sueños se han cumplido otros están en proceso, por ahora valoro y reivindico muchas cosas que la vida me ha dado y por sugerencia de un amigo, escribí  el primer cuento, pero recordarlo abrió una caja de vivencias olvidadas que ya no me  puedo guardar.

sábado, 28 de marzo de 2015

"Teatro Blanquita"

El teatro estuvo presente toda mí vida, no fue el teatro culto que los intelectuales proponen, pero era vistoso, atractivo y muy familiar. El día de reyes, mis padres para ausentarse por la noche decían que iban al teatro,  Mamá decía que el dinero;  “era de papel pa´ que vuele y redondo pa´ que ruede”, y cuando fui niño hubo bonanza en casa, hubo buena educación, buena alimentación, buena ropa, muchos regalos y vacaciones muy largas, idas  al cine, al teatro y museos  En esto mis padres tuvieron mucha influencia, a mamá le gustaba ir al "Teatro Blanquita"  el teatro de revista la enloquecía, para mí era como ver “Siempre en Domingo”  pero en vivo. Cuando nos llevaban era todo un acontecimiento,  pues después cenábamos ¡todos en Garibaldi!.

En una de tantas funciones vi a Olga Breeskin, era una mujer que a mis cortos años, quizá 8, quizá 10, me parecía que su parecido con su violín era impresionante,  siempre tocaba la misma pieza, años después supe que era una de Mozart y bailaba haitiano a ritmo de percusiones que encendían mis sentidos. Más tarde salía el Mago Chen kai,  que cortaba en tres  a una persona a la vista de todos, vi a Palillo, que decían que era el papá de Ana Martín, que contaba un chiste que yo no entendía pero que provocaba las risas de los demás, y con una campana en mano bailaba al final. Ahí vi a Lin. May, una bailarina exótica como se decía. Cada vez que bajaban el telón cambiaba la escenografía,  eran bailarines diferentes con trajes espectaculares, la música era en vivo y hasta bailarinas Go-Go  tenían. Siempre estábamos cerca del escenario, íbamos mis padres Lety. Ángeles,  Carmen, mi hermano Radames y yo. Cuando salíamos mi madre estaba realmente contenta, sus ojos brillaban y sonreia mucho,  comentaban la función y quienes les gustaba más y quienes no. Algunas veces  me dijeron que yo en una de tantas, salí diciendo que a mí me habían gustado los trapitos de las muchachas, pues cuando bailaban movían la cadera tanto que su vestuario hecho  para ese fin, se agitaba por el aire y se veía gracioso, ellos se reían cuando contaban  eso.


Saliendo de ahí nos dirigíamos a cenar a Garibaldi. Recuerdo que alguna vez vi a varias chicas con las faldas tan cortas que viniendo de una familia tan estricta y represiva,   me preguntaba intrigado y asombrado si sus padres no les decían nada por  vestirse así. Mi hermana Lety me decía que no las viera porque eran muy groseras,  eso provoco que años después caminado con mi papá y mi hermano el chico, andando por el Metro Candelaria, donde había muchísimas chicas como esas, al verlas baje la vista y camine tan rápido que mi padre y mí hermano se quedaron atrás. Mi papá dijo que por andar de mirón,  no me di cuenta que ellos se quedaron atrás., Sentí tanta vergüenza que no supe que contestar, en realidad no fue así, pero ellos así lo creyeron. Estaba diciendo  que nos dirigíamos a Garibaldi para entrar al mercado de comida, mi mamá que era una experta en eso de comer en los mercados, siempre nos llevaba al mismo local con el mismo señor  y nos sentábamos a cenar,  recuerdo con agrado el sabor de los fréjoles y las tortillas echas a mano y una costilla que me chupaba los dedos, los disfrutaba mucho, todos comíamos hasta hartarnos, y luego pedían postre, el mío era siempre arroz con leche que me servían en una caja gris, creo que disfrutaba más de las cajitas que del arroz mismo, pues nunca  me gustó.

Eran días de tranquilidad  y diversión, mis padres reían y mis hermanos bromeaban, íbamos vestidos con nuestras mejores galas, mi mamá nos hacia camisas y a mis hermanas algunos vestidos. Ellos, mis padres se tomaban de la mano o del brazo y hablaban entre ellos, vigilándonos a todos. El regreso era siempre una parte a pie, y al salir a una avenida grande que no recuerdo el nombre,  mi madre alzaba la mano y con un dedo, paraba  un “Libre” (taxi) decía un “Cocodrilo” cabíamos todos, apretados o amontonados pero ahí íbamos, felices del paseo, de la cena, del espectáculo, de estar juntos. No recuerdo jamás que mi madre se preocupara por la cuenta o las entradas, eran días de bonanza, el taller de costura nos daba para eso y  más. 

Cuando ya era un adolescente las cosas cambiaron,  ya no íbamos al teatro, no podíamos ir todos a cenar fuera de la casa, las cosas cambiaron, el país mismo cambió, pero a lado de todo esto, el teatro siempre me pareció una experiencia única, había una energía que hacia latir mi corazón más rápido,  me hormigueaba el cuerpo de emoción. Además del teatro de revista fuimos a ver comedia y tragedia, “La leyenda de Moctezuma”  Moliere, El gato con botas, comedia musical que era de las favoritas de mis padres y muchísimas más. Seguramente eso me llevo al teatro y la danza. Mis padres me dieron ese regalo. Sin darse cuenta me dieron una vida llena de arte y fantasía, ellos siguieron visitando cada que podían los teatros. Cuando el "Blanquita" cambio de color, ya no asistían ahí, pero si a otros teatros. Cuando eres niño, crees que la forma en que uno vive es la misma en que viven todos, pronto supe que no era así. 

Fui un niño afortunado y haber conocido  el Teatro Blanquita de la mano de mis padres, fue maravilloso.